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La casa barco

La casa barco

Entre los hechos que dejan huellas profundas en nuestras vidas, la primera unión; la noticia del embarazo; el nacimiento de un hijo, entre esos luminosos momentos el acto de concluir el pago del alquiler de tu vivienda puede resultar un eslabón desprendido de la espiritualidad. Pero no, no lo es.

La casa parece un barco que ha soportado todas las velas de nuestros viajes y descubrimientos; el puerto que nos acoge en todos los finales.

En el instante en que me entregaron el comprobante del banco – hace tres días- sentí una mezcla de emociones, como quien llega a la cima de una escalera, o quien descarga un peso sobre sus espaldas.

No tuve que construir mi casa. Mi apartamento de microbrigadas me lo entregaron, como a muchos trabajadores, después de la decisión de una comisión laboral que determinó otorgármela ante el deplorable estado en que se encontraba la mía, en San Juan y Martínez.

Aquel día de mayo de 1993 tampoco debe ser olvidado por mi memoria, para que ella no peque de ingrata. A partir de él se desataron en mi vida todas las pequeñas ilusiones que animan el alma femenina: las macetas que adornarían el balcón; los nuevos muebles; las cortinas; la nueva cama para mi hija, entonces pequeña.

Ha pasado el tiempo. Mis muebles no son ya tan nuevos. Mi hija no es una niña.

Y ahora, con el pequeño comprobante que me libera del pago mensual por descuento, y con el cual también sube algo mi salario, me detengo a pensar en la suerte que tengo de tener una vivienda sólida en una isla cáscara de nuez ante ciclones.

Redescubro que ahora ellos pasan a ser la medida del antes y el después, como en las divisiones de los períodos históricos. Es la relatividad de todo. Esa que nos enseña cuán minúsculos somos, lo vulnerable que resulta nuestro barco-casa, a la vez que nos devuelve, como en un espejo, otra imagen no contemplada días antes.

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