El árbol
Sentarme en el suelo y pegar el cuerpo al tronco de un árbol frondoso, mientras miro el movimiento de su airosa copa, se había convertido para mí en un deseo permanente.
Debe ser por el tiempo que permanezco encerrada en las armazones de concreto y cabillas que constituyen mi centro de trabajo y el edificio de apartamentos en el cual vivo.
Y nada. Decidí darme el gusto, que tiene la ventaja de no implicar ningún costo monetario.
Lo materialicé durante mi estancia en el hotel Pinar del Río, el más confortable de esta ciudad.
En él me acordé muchísimo de Gian Carlo, el amigo peruano que vive en Japón y que dedica buen espacio en su página a contar acerca de costumbres latinas.
Después de pasar por la parrillada del hotel para ingerir un buen bistec de cerdo, sazonado y cocido a la vista de todos, decidí ir a cumplir mi deseo debajo de un hermoso flamboyán que crece en la parte posterior de la instalación.
Me recosté a él y disfruté la agradable sensación del aire fresco sobre mi cuerpo. Así huía de la habitación climatizada que acabó por empeorar mi gripe de los últimos días.
Mi niña se bañaba en la piscina del hotel vigilada por el salvavidas. Otras decenas de niños también lo hacían. Sus padres aprovechan los fines de semana para tirar una canita al aire, entonces reservan en pesos convertibles cubanos para almorzar en la parrillada y tomarse unas cervecitas Cristal o Bucanero.
Bajo mi árbol de marras se me ocurrió pensar que no había visto ninguna pintura –ni siquiera en el Museo Nacional de Bellas Artes, en Ciudad de La Habana- en la cual apareciera el interior de la copa de un árbol. Parece un amasijo de venas verdes y carmelitas con formas inimaginables.
Quería que esa energía positiva llegara hasta mí de alguna manera, igual que en la película El octavo Día, acerca de la vida de un joven Síndrome Down.
No hace tanto conversé con una técnica en rehabilitación que se dedica a la imanterapia – tratamiento de enfermedades mediante los imanes- quien me explicó que el cuerpo acumula mucha energía negativa, y nada mejor para contrarrestar ese fenómeno que el contacto con la naturaleza.
Confieso que después de mi estancia bajo el árbol escuchando el canto de un sinsonte me he sentido mucho más relajada y menos tensa.
Será que como nuestro escritor Alejo Carpentier, también hice un Viaje a la semilla.
2 comentarios
Zenia -
Blanca -