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Salvados por la lluvia de oro

Salvados por la lluvia de oro

Bajo la enredadera llamada lluvia de oro la casita de campo parece un retiro destinado a la sanación del espíritu .Su singularidad salta a la vista del transeúnte.

Julio Díaz y su esposa Caridad, los dueños de la vivienda, no se asombraron ante nuestra curiosidad. Ya están acostumbrados a fotografías y hasta videos.

Hace 15 años Caridad sembró la planta con la finalidad de enredarla en una pérgola rudimentaria, pero creció tanto que tuvo que buscarle sostén en la pared de la casa.

Y ahí comenzó la historia de esta lluvia de oro que adorna como una cenefa tejida todo el techo de la vivienda  y que actúa como una fresca cubierta que mitiga las altas temperaturas del verano y el sofocante calor bajo las fibras.

Los huracanes no le hicieron absolutamente nada a la casita. Julio agradece la ayuda del “bejuco bienhechor” que se trenzó sobre el techo en sus glamorosos 15 años.

Y los escritos de Lezama Lima, Parsadiso, y Jardín, de Dulce María Loynaz parecen saltar de la ficción a la realidad.

La vivienda, de madera, techo de fibra y el frente de mampostería, es el resultado de quienes la habitan. “La historia del hombre contada por sus casas”.

“Tenemos siete hijos- relata Caridad- y todos nos han querido llevar con ellos, pero nosotros no hemos querido irnos. Nos gusta esta tranquilidad. Vernos rodeados de montañas, de esta paz.

“Aquí tengo este jardín que cuido como a la niña de mis ojos; mis animales, hablo con todos, con las matas, las gallinas”.

Camina junto a nosotros moviéndose entre las rosas de todos tipos y colores, incluidos el príncipe negro. En un lateral, una pequeña capilla de cemento resguarda la figura de un San Lázaro, imagen respetada en el campo cubano.

De rostro bondadoso y mirada franca, Caridad es más conversadora que su esposo. Nos confiesa que también es capaz de “sacar el sol”, algo que no escuchábamos hacía años. Un recuerdo dormido junto a la memoria de los abuelos.

¿Cómo se hace eso?, le preguntamos.

“La persona se sienta a la intemperie a mediodía.  Coloco un pomito de agua lleno hasta la mitad sobre su cabeza.  Doblo una toalla al medio; si el agua hierve es porque tiene sol recogido.

“No es que yo me dedique a eso. Se lo he hecho a algunos familiares y nada más. Si usted quiere un día puede venir y yo se lo hago”, nos dice solícitamente.

Por qué no, le respondemos respetuosamente.

Julio, su esposo, tiene 80 años. Se ve lúcido y dispuesto de ánimo. Aunque interrumpimos su siesta de mediodía al tocar a su puerta, nos recibió con la mejor de las sonrisas. Buscó dos sillones, nos invitó a sentar y a un café, lo cual cortésmente declinamos porque hacía pocos minutos habíamos tomado en el cercano pueblo de Bahía Honda.

“Tengo dos organopónicos con lechuga, ajo, tomate. Vivo de mi trabajo, de la tierra y de mi retiro. Estoy acostumbrado al trabajo, no le temo, lo disfruto cuando veo el resultado. Fui jefe de lo que fue hace años el antiguo distrito de Bahía Honda.

“Lo que se necesita ahora es precisamente trabajar la tierra y sembrar cultivos de ciclo corto para alimentar a la gente, es lo que se hace en muchas partes”.

Hay orgullo en sus palabras. Es la viva estampa del hombre de campo, con su casita con bello jardín y arboleda. Un paisaje que a veces parece en extinción, como en una mudanza de costumbres, tradiciones, de lo cual todos somos un poco responsables por solo reflejar y exaltar las “flores del asfalto” en el lento desplazamiento que ha provocado la postmodernidad.

No debe ser fortuito que hasta en el mundo de las nuevas tecnologías lo bucólico parezca un exotismo.

Hay sitios en Internet destinados a ofrecer imágenes de paisajes campestres, no de castillos medievales, sino esa bella sencillez que atrapa por auténtica.

Encontramos ayer una imagen virtual, en un sitio de gif animados, muy parecida a la casita de Julio y Caridad

Quizás de vendavales nazcan moralejas y al fin nos demos cuenta de que la tierra es la madre de todas las riquezas.

 

 

 

 

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